Nunca es tarde si la dicha es buena

Pulsera del hilo rojo del destino estirada sobre rollos de papel

El amor de una niña no cierra horizontes

Había una vez niña. Tenía 7 años. Era rebelde, llevaba el pelo corto como un chico y le encantaba trepar a los árboles. Sus padres navegaban en verano con un velero por las costas mallorquinas. Y junto a su familia, navegaba otro velero, con otra familia, en la que había un chico algo mayor que ella. Tenía 14 años y los dientes muy desordenados. Tenía unos ojos grises de mirada brillante, y siempre reía. Era muy alegre. A la niña la llamaremos Daphne. Al chico lo llamaremos Héctor. Los nombres, en realidad, son indiferentes. Necesarios, pero indiferentes. Porque cuando dos seres están destinados a encontrarse, lo harán tengan la edad que tengan, se llamen como se llamen, habiten en las antípodas o en la misma calle. El hilo rojo puede estirarse, pero nunca romperse. Daphne adoraba a Héctor. Decía a todo el mundo que él era su novio. Probablemente, a modo infantil, Daphne lo amaba. Probablemente, tan solo el amor de los niños, es el amor incondicional y verdadero. A Héctor le hacía gracia. Una niña tan parlanchina. Tan extrovertida, tan inquieta. Ella saltaba al mar entre sus brazos, y el la cogía con miedo de que se ahogara con tanta expansividad. Él recogía conchas para la niña, y sonreía en este juego de amarse de chiquillos. En el fondo, él adoraba ser importante para alguien: saber que ocupaba un lugar incorruptible en el corazón de Daphne.

Cartas con sabor a amor y a mar

Pasaron los años, los chicos crecieron y siguieron viéndose algunos veranos, aunque no todos. Sus padres eran amigos del alma, unidos también por otro hilo rojo, que aún hoy persiste aunque sólo uno de ellos, anciano, vive.  Pero volvamos a los veranos. Daphne tenía  14 años, y Héctor 21. Él había comenzado sus estudios universitarios, y ella aún no había acabado el colegio. Cada vez que se veían, ella suspiraba. “Es mi amor” se decía para sus adentros. Él seguía sonriendo como siempre, sin enterarse muy bien de qué pasaba en el corazón de ella. Al final de uno de esos veranos, decidieron darse las direcciones postales. En aquélla época, la gente aún escribía cartas. Y empezaron a escribirse con cierta frecuencia. Cada vez que él se mudaba de ciudad, cuidadosamente, le informaba a ella de dónde iba a estar, para poder seguir en contacto. Esos años, el camino preferido de Daphne al llegar del cole, era pasear hasta el buzón, y abrirlo lentamente, sintiendo como su corazón se aceleraba al hacerlo. Barcelona. París. Niza. Canadá. Una carta con elefantes voladores y una flor impresa en blanco y negro por sus 16 primaveras. Eso decidió enviarle Héctor. De alguna manera, él la amaba también. Y lo sabía. La había querido siempre, pero la diferencia de edad cambiaba los tintes del amor, que es un líquido evanescente, de cariño, a amistad, afecto, curiosidad, deseo o pasión. Daphne, en su tónica habitual de antes muerta que callada, decidió a sus 16 años decirle lo que sentía. Lo hizo en una de esas cartas a Canadá. Le costó mucho, pero lo logró. Ya está. Metida en el buzón. Ya no hay vuelta atrás. Dos semanas después, él la abría a miles de kilómetros, en un pueblo helado, en casa de sus buenos amigos, Philippe y Laurance con quienes compartía apartamento. Se le entrecortó un poco la respiración al leer. No acababa de entender. Volvió a leer. Si, era cierto, era correcto, la niña de mar, la niña-chico, la niña salvaje que trepaba a los árboles, se le estaba declarando. ¡¡¡Y tenía 16 años!!!! Se mareó ligeramente. Se sentó. Abrió una cerveza y meditó. En el fondo de su corazón, sabía que la amaba. Lo había hecho siempre. Había sido su amiga. Su compañera de veranos. Quien le había seguido la pista allá donde fuera a vivir. Quien conocía a su familia. Alguien que le amaba hacía años de forma pura e incondicional. No, no, no. Eso no era correcto. Un chico de 23 años no podía estar con una chica de 16. Pero qué tontería, qué despropósito, qué desastre.

Jamás se olvidaron aunque lo intentaron

Así que cerró su corazón. No le hizo demasiado caso. Pero dejó una puerta entreabierta: en su respuesta escrita, que obviamente fue negativa, dejó una posibilidad en forma de rendija abierta a la intrepidez de la chica. Pero Daphne recibió la carta, y no la supo entender. Su corazón se rompió en mil pedazos. Lloró y sintió el vértigo del vacío en su interior. Decidió no contestarle, y olvidarle. O Intentarlo. Héctor tampoco volvió a escribir. Pasaron los años, él regresó a tierras mallorquinas, pero nunca se vieron. Sin embargo, sus padres sí mantenían firmemente amarrado su propio hilo rojo y por tanto Daphne y Héctor  sabían el uno del otro por sus respectivas familias. En 1.997 ambos se casaron: ella en junio, él en septiembre. Formaron familias. Él tuvo dos hijos, un niño y una niña, ella tuvo uno. Ambos fueron infelices en sus respectivos matrimonios. Habían hecho todo lo que la vida y la sociedad demandaba de ellos, habían cumplido, pero algo no marchaba. No sentían dicha en sus corazones. Se habían equivocado de persona, y ambos, en el fondo de su corazón, lo sabían. Ella se divorció pronto, él tardó mucho más. Ninguno tuvo un camino de rosas y la crianza de los hijos, fue complicada. Pero ese es otro hilo rojo que nunca se rompe, el amor de un padre o una madre hacia sus cachorros. Siguió gastándose el calendario, y cada vez Héctor y Daphne eran nombres que sonaban menos y menos en los entornos y la cabeza de cada uno de ellos.

El hilo rojo se aleja pero no se pierde

De pronto un día, el padre de Daphne enfermó. Cáncer de pulmón. Inoperable. Una sentencia. Daphne sintió que se ahogaba: su padre iba a enfermar gravemente y morir en un espacio de tiempo muy corto. Sintió un vértigo y un vacío terrible. Probablemente, similar al que sintió el día que recibió la última carta de Héctor, hacía ya, 20 años. En ese momento sonó el teléfono.

–Hola. –Hola, ¿quién eres?  – Héctor. – ¿Quién? – Tuvo que decir su apellido para que ella le pudiera reconocer. – He sabido que tu padre ha enfermado. Lo siento mucho. Quería saber cómo estabas.

A Daphne le empezó a dar muchas vueltas la cabeza. Seguramente como a Héctor le pasó al abrir la carta en el pueblo helado de Canadá, hacía 20 años. Se repuso, y logró responder. Le dijo que mal. Que era un golpe muy duro. Que sufría. Y le propuso, ya que había dado el paso de llamarla, que se vieran, y tomar un café. Eso sucedió algunas semanas después. Era verano. Se sentaron en el sofá del porche de su casa, una casa junto al mar. Se miraron a los ojos, no dijeron nada en un buen rato. Pero se lo dijeron todo. Ella se acordó de las conchas, de su risa, de sus ojos gris brillante y sus dientes torcidos (que ahora ya no lo estaban). Incluso recordó la primera dirección postal de Héctor en Barcelona. Calle Entenza, número….28, ayudó él. Héctor recordó su expansividad, su pelo corto de chico y que nunca callaba. Recordó que con 7 años decía ser su novia, y que con 16, se le declaró en una sentida carta, que sería la última. Sintieron esta vez ambos, un vértigo tremendo. Tuvieron que apartar la mirada. Pero volvieron a quedar. Como vivían en un mundo moderno, en vez de cartas se mandaron whatsaps interminables. Durante un mes, con sus 30 días y sus 30 largas noches. Se reconocieron. El uno al otro, y a sí mismos. Se enamoraron de nuevo.  Bailaron, y se besaron por primera vez. Y comprendieron que esta vez, nada iba a separarles. Héctor se quedó junto a Daphne en todo el proceso de enfermedad de su padre. De hecho, el día que el padre de ella murió, ambos estaban tumbados a su lado, abrazados, hablando bajito de cómo él iba soltando amarras para navegar al fin en aguas tranquilas. Una gran ola de amor invadió toda la estancia y los envolvió a los tres. Hubo una paz infinita.

La continuación de un amor de hilo rojo

Hoy llevan tres años y medio juntos. Viven con los hijos de él la mitad del tiempo, y el hijo de ella, que estudia en Madrid, viene a verles de vez en cuando. Siguen bailando como el primer día. Se pierden, si se miran mucho tiempo el uno en los ojos del otro. Ríen a menudo. Cocinan juntos, o el uno para el otro. Beben vino, y celebran la vida. Se aman apasionadamente, formando por un momento un solo ser. Se respetan, se aceptan y respetan los espacios de cada uno. Estudian idiomas juntos. Hacen yoga, navegan y si hay dinero, a veces viajan. Y cada día, dan gracias al destino por haberles recordado que los hilos rojos, se pueden enmarañar, o distanciar, pero nunca romper.

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El Regalo

El equipo del hilo rojo del destino ha diseñado una pulsera que simboliza la leyenda. Con un broche en plata de ley, con los meñiques entrelazados y unidos por un cordón rojo.
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