El hilo rojo del destino une los latidos que conectan corazones por dispares que parezcan. Siempre habrá un motivo para ese encuentro, nada es casual.
El viejo arquitecto había perdido la fe. Antes, todos contaban con él para trabajar, pero los jóvenes venían pisando fuerte con sus ordenadores, sus redes sociales y sus masters y a él cada vez le costaba más que lo llamaran hasta para el más mínimo trámite.
La maldita crisis, el progreso y un temprano alzheimer no ayudaban a que pudiera mantenerse activo. Si no fuera por aquella joven empresaria que de vez en cuando lo llamaba habría tirado la toalla definitivamente. Su hijo trataba de animarlo, pero no lo lograba porque la arquitectura había sido su vida y ahora las líneas rectas que siempre había trazado sobre el papel se volvían tristes curvas.
La chica disfrutaba las visitas del viejo arquitecto porque siempre le contaba historias de su juventud con mucha gracia. Era un fantástico bardo y ella una gran oyente. Volvió a llamarlo para encargarle unos planos y él quiso agradecérselo con un regalo especial. La joven tomó los planos y vio una pequeña caja blanca con lo que parecía ser un mapa del mundo.
El mapa estaba dibujado como un entramado de hilos rojos y debajo de ese mapa una pequeña cuerdecita roja invitaba a tirar de ella y descubrir lo que había dentro. Además del bello tesoro que simbolizaba los latidos que conectan sus corazones había un pequeño escrito explicando la leyenda del hilo rojo del destino.
El accidente que unió los latidos que conectan sus corazones
Quiso la fatalidad que meses más tarde la joven sufriera un grave accidente de tráfico. Un joven fue el primero en llegar a su coche para asistirla. A ella pudo ayudarla, a su padre dormido para siempre en el asiento de al lado, no. El chico no se separó de ella hasta que no llegaron las ambulancias y los coches de policía.
Un helicóptero los sobrevolaba anunciando a las almas lejanas que allí alguien ya no volvería a sonreírle a su hija. Ambos jóvenes se miraron entre el ruido macabro de sirenas, gritos y metal retorcido. Ambos sintieron la conexión de sus latidos conectando sus corazones, a coincidir sin saber el porqué.
Cuando la chica cerró los ojos olvidó todo: a él también. Despertó dos días más tarde en un hospital donde un familiar tuvo que explicarle lo que había pasado porque ella no recordaba nada. Ella solo sentía que su meñique le tiraba…
El juzgado
Fuera del juzgado número 8 varias personas esperaban para declarar en aquel juicio derivado de un accidente de tráfico. La joven aguardaba nerviosa con sus familiares y cruzaba miradas con otros heridos de aquel día. Habían pasado meses cargados de rehabilitación, visitas al forense, declaraciones y entrevistas con abogados, pero el juicio había llegado.
Él apareció como aquel día. De repente y guiado solo por las ganas de ayudar. Ella lo miró y dejó de temblar. No sabía quien era aquel chico hasta que su hermana se acercó para explicarle que fue la primera persona en auxiliarla el peor día de su vida. A ella le habían hablado de él varias veces pero su memoria no podía dibujarlo. Sabía que volverían a encontrarse y el día había llegado. Abrió su bolso y sacó un paquetito. Se acercó a él y le sonrió, luego tomó su mano, como él había tomado la suya aquel día, y depositó en ella una pequeña cajita blanca con el mapa del mundo tejido en hilo rojo del destino. Sus almas estaban destinadas a encontrarse y aún lo harían otra vez más.
Los latidos que conectan corazones lo harán las veces que esté escrito. El destino tejió el hilo rojo para que se unieran y completaran un objetivo.
Pasado el tiempo
Años más tarde la joven ya no era tan joven. Era madre, era esposa. Seguía trabajando en el mismo despacho donde el viejo arquitecto la visitaba. Una mañana le llegó la triste noticia de la muerte del anciano. El buen contador de historias se había ido sin reconocer a nadie, ni siquiera al hijo que lo tomaba de la mano en su último viaje.
La mujer aquel día llevaba su regalo y se acarició la muñeca. La cajita blanca con el mapamundi del hilo rojo del destino ahora guardaba los dientes de leche de sus hijas y cada vez que tiraba del hilo era para guardar otro diente que el ratoncito Pérez había olvidado llevarse.
Al día siguiente la mujer entró en la iglesia y se quedó cerca de la puerta. No le extrañó verla llena de tanta gente porque el viejo arquitecto contador de historias había cosechado mucho amor y cariño en sus años de vida. Esperó discretamente a que la mayor parte de la gente saliera y buscó a quien debía ser el hijo del arquitecto para darle el pésame. Su corazón latió rápido y sorprendido cuando su mano fue a buscar la de él para apretarla con cariño. Se reconocieron. Sus meñiques se tocaron y las pulseras de ambos brillaron como seguramente brillan los latidos que conectan corazones.
Isabel Cánovas